El poeta español Federico García Lorca, uno de los escritores más importantes de las letras hispanas, se enamoró de Cuba de una manera arrebatadora que lo acompañaría por el resto de su corta vida.
Aunque solo estuvo en la Isla de marzo a junio de 1930, el autor de “La casa de Bernarda Alba” quedó deslumbrado con la Mayor de las Antillas y les escribió a sus padres diciéndoles: “Esta Isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo que me busquen en Andalucía o en Cuba.”
La llegada a La Habana el 7 de marzo es anticipada por la prensa cubana, que no vacila en calificarlo como “el más eminente poeta español del momento”. Entre las figuras que acuden a recibirlo al puerto se encuentra el joven poeta Juan Marinello y el profesor Féliz Lizaso.
“La Habana es una maravilla, tanto la vieja como la moderna. Es una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico”, les comentaba en otra misiva.
Si bien es cierto que esa fue la primera y única vez que el granadino estaría en la patria de Martí, ya soñaba con esa tierra caribeña gracias a sus lecturas del Diario de Cristóbal Colón, donde se relataba la exuberancia del paisaje casi mítico. De igual forma, las imágenes que le llegaban a través de las pinturas de las cajas de tabaco habían fomentado su deseo de conocer esa colonia distante y perdida.
Tras su estadía en Nueva York, la Institución Hispano-cubana de Cultura le extiende una invitación para ofrecer tres conferencias en La Habana. Para entonces el nombre de Federico García Lorca ya era conocido en los círculos de intelectuales antillanos, quienes quedaron tan fascinados con su obra que el comité organizador agregó seis nuevas charlas del poeta.
Durante los 98 días que habitó entre los cubanos, Lorca confesó que había vivido allí “los mejores días de su vida”. El clima cálido, las personas cercanas y el colorido despampanante de la Isla, fue un contraste brutal contra la fría Nueva York y su lengua anglosajona.
Lorca cumplía el sueño de pisar aquellas calles tan largo tiempo soñadas en su imaginación y la Cuba de los años 30, desbordante de placeres sensoriales que iban desde la música hasta la magnificencia del paisaje y los hombres, rindió al poeta granadino a sus pies.
El escritor español vivió intensamente cada una de las facetas de la Isla. Asistió a ceremonias de santería, escribió de día y fiestó de noche, arrastrado por el sabor embriagador del ron y el sudor de pieles tostadas por el sol antillano.
Extasiado por todo lo que veía y disfrutaba, atravesó la noche y la Isla en un viaje en tren desde La Habana a Santiago de Cuba. Sería en ese periplo donde escribiría su poema musical “Son”.
Sería también en Cuba donde culminaría una de sus piezas más reconocidas de todos los tiempos, “Oda a Walt Whitman”. Poco quedaba del hombre que había llegado a Nueva York con el corazón roto tras su ruptura con su amante, el escultor Emilio Aladrén, quien lo abandonó por una mujer.
En la Gran Manzana conocería una realidad descarnada y presenciaría con horror los suicidios del crak de Wall Street, tras la caída de la bolsa de 1929. Tras seis meses viviendo el frío invierno americano y lidiando con la frialdad protestante de la sociedad neoyorkina, la llegada de Lorca a La Habana fue como un bálsamo para su cansado y desecho corazón.
Sería precisamente en la Mayor de las Antillas donde cumpliría 32 años de vida y se dejó seducir por la Isla, dejando que le entrara en cada poro de su ser. Sería allí donde conocería a la familia Loynaz, quienes parecían sacados de un cuento fabuloso que enamoró a Lorca.
Enrique Loynaz solía dormir en un féretro, mientras que su hermana Dulce María, la futura Premio Cervantes, coleccionaba cucharillas y tazas de té. Con estos dos tendría no pocos roces y altercados. Por su parte, Carlos Manuel ataría a su perro al piano para que escuchase un concierto, mientras que Flor, la favorita de Lorca, era bautizada por este como “mi virgen cubana”.
Durante su estancia de excesos en la Isla, Lorca, quien se había liberado de tabúes y prejuicios, dio rienda suelta a su pasión por los hombres y disfrutó de fiestas y juergas que lo llevaron a pasar una noche en prisión.
Sería en esa época de desenfreno feliz donde conocería un joven estudiante de Derecho que resultó ser uno de los escritores más prominentes del país, José Lezama Lima. El autor de “Paradiso” llegaría a escribir refiriéndose al español: “Su voz cobraba una entonación grave como la de una campana golpeada con un badajo fino que detuviese de pronto la excesiva prolongación de los ecos”
Lorca fue recibido y mimado en Cuba por las figuras más representativas de la alta cultura cubana, como Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Félix Lizaso, José Antonio Fernández de Castro, etc. Y encontró un cordial acomodo entre los poetas cubanos contemporáneos: Guillén, Ballagas, Dulce María Loynaz, Florit, Marinello, Tallet, entre otros muchos.
Sin embargo, sería en la zona portuaria donde Lorca descubrió la fuerza raigal y el encanto rítmico de la música popular cubana. Pero fue en los bares marginados de la playa de Marianao donde Federico fue recibido como uno más entre los soneros negros y mulatos.
En aquellos bares modestísimos y populares, Lorca descubrió y saboreó la vida, siendo el bar de Silvano Shueng Hechevarría, más conocido como Chori, donde la autenticidad del espectáculo debió de estremecer a Federico.
Al regresar a España, Cuba se incrustó profundamente en el imaginario del poeta. Sus cartas dirigidas a los cubanos y los testimonios de sus amigos atestiguan un relato constante que revela la profunda huella que la experiencia cubana dejó en él.
La fecha exacta de la muerte de Federico García Lorca ha sido motivo de controversia durante años. A día de hoy, sigue sin estar completamente clara; se manejan como posibles fechas el 17, 18 o 19 de agosto de 1936. Según se cree, Lorca fue trasladado en la madrugada a un camino rural cercano al barranco de Víznar, en Alfacar, Granada, donde fue ejecutado a tiros junto con el maestro Dióscoro Galindo y dos toreros anarquistas.
Tras su ejecución, el cuerpo de Lorca fue sepultado en una fosa común en las proximidades del lugar, y nunca ha sido recuperado.
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